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LA ÚLTIMA MADRUGÁ

El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.

Así, como si se tratase de la novela de Gabriel García Márquez se sintió otro Santiago en otra ciudad y en otra madrugada. A él no lo mataron, pero de milagro. Todo estaba igual de anunciado. Sintió como una manada de ñus corría hacia el infinito, arrasando con todo lo que veía. Pero a Santiago nunca le dijeron qué leones y qué hienas habían provocado esa estampida. Nunca le contaron quiénes eran esos depredadores que meditaban sus ataques. Ni dónde estaban sus cuevas sin explorar o que nadie nunca quiso explorarlas.

Santi recuerda cómo fue esa madrugada. A la que él llamó, la última Madrugá, la última de tantas… Recuerda todo lo que pasó y todavía le retumban los oídos y los pies. Recuerda la lanza helada que se le clavó en el pecho cuando lo separaron de sus hermanos. Recuerda el terror. Lo recuerda todo. También recuerda lo que decían los días posteriores hasta que se dejó de hablar sobre aquello… Era muy bonito decir: ¡no habrá una tercera! Sabiendo que la tercera acechaba y vigilaba desde su cueva. También recuerda que le echaron la culpa a la pérdida de valores, a las sillas, a cuatro gamberros, etc. La cuestión era evitar la situación. Los gobernadores fueron rápidos tomando decisiones tan comprometidas como cerrar los bares, poner pasos fronterizos o imponer la ley seca. Como si los depredadores cazaran embriagados. Decisiones de las que se reían los monstruos desde sus cuevas y seguían planeando cómo sembrar el pánico en próximas ediciones.

Santiago recuerda muchas cosas, pero lo único que supo seguro es que aquella fue la última Madrugá. De un modo u otro nada volvería a ser lo mismo y todos sabían que el buque del obispo llegaría en cualquier momento.

Mientras, se seguía organizando un concurso en la Campana, con sus diferentes modalidades. La de Misterio era la favorita de la mayoría. Los acompañamientos seguían mordiéndose por un pedacito de carne. El postureo llegó como epidemia de la segunda década del siglo veintiuno, pero se quedó para siempre. Coincidiendo con un periodo de enorme crisis en la que aparentar se había puesto al mismo nivel que sobrevivir. De esta forma, coincidió en este periodo oscuro una crisis económica con una crisis moral. Todos esos años fueron pasando y nada se arregló. Siempre se pensaba que al vaso le quedaba todavía para rebosar y que el tiempo lo curaría todo. Pero era inevitable pensar que las lágrimas se terminarían secando, que las saetas se irían apagando, que poco a poco no quedaría ni un alma y que, ilusamente, el silencio volverá como las golondrinas aunque nos cueste un amanecer.

Eran las 5.30 de la mañana, ya no quedaba ni el silencio. Ya no lo necesitábamos. Los pájaros cantaban nuestro Réquiem. La luna seguía avergonzándose de La Tierra y los primeros rayos del sol anunciaban en las torres centinelas lo inevitable. De vuelta a casa, Santiago se hacía muchas preguntas: -¿Esto no era un ciclo que nunca acabaría? ¿No iba a ser lo mismo ahora que cuando era niño? ¿No es la misma ilusión? ¿No es la misma primavera? ¿No es el mismo pueblo el que reza, el que canta, el que ríe, el que llora, el que se arrodilla, el que charla, el que se calla o el que aplaude? ¿Nos habrá expulsado Jesús como a los mercaderes?

 

-Al día siguiente, Santiago seguía con el mismo frío en el alma y haciéndose las mismas preguntas. -El Cachorro nunca ha querido mirarnos...- Cuando llegó a casa, su madre le abrazó llorando. Santi no paraba de preguntarse si se habían equivocado en algo, pero jamás tuvo una respuesta. Lo único que supo seguro es que Caín tuvo muchos hijos cuando los hermanos todavía no llevaban medallas y que seguimos coronando con espinas al bueno y al pobre.

Eran las 5.30 de la mañana, Santiago esperaba el buque y había soñado con árboles, como siempre.

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